Nuestro país ha consumido su
proceso transitorio. Todos sabíamos que el hecho tenía fecha de caducidad,
aunque algunos se han empeñado en que esa fecha se acortara a ritmos
acelerados. La nula credibilidad en los partidos tradicionales y tradicionalistas
ha puesto en peligro el acercamiento de la población a la política, presentando
un funcionamiento institucional al que nos veíamos abocados sin más remedio
debido a las orientaciones de la troika y del poder financiero que ha gobernado
sobre el político sin haberse presentado a las elecciones.
La crisis económica, política y
social que vivimos, ha servido para remover las conciencias dormidas de la
ciudadanía, que ha pasado de tenerlo todo casi resuelto a no tener casi nada:
ni expectativas, ni estado del bienestar, ni empleo, salarios muy bajos y
dificultades para llegar a fin de mes, convirtiendo en ansiedad vital lo que
hace sólo unos años era consumismo. Ha cambiado nuestro paradigma y tenemos que
asumirlo así para poder modificar aquello que se ha hecho mal y retomar sendas
de crecimiento humano, económico, cultural y solidario. De lo contrario, nunca
aprenderemos.
También sabemos que los procesos
pasan, se producen y crean mecanismos de transformación que en muy poco tiempo
se verán como normales. Pero para llegar ahí cabe preguntarse qué es lo que
tenemos que hacer ahora, para no arrepentirnos en el futuro de que no supimos o
no pudimos hacer lo que era necesario. Después de lo vivido en nuestro país en
estos años de democracia, no podemos permanecer en la creencia de que tenemos
que otorgar el poder a otro partido para que nos gestione, nos resuelva, nos
oriente y nos legisle en la senda del bien común, sino que hemos de asumir
nuestra participación en estos momentos de cambio. Ciudadanía asumida como
necesidad de no volver a cometer los mismos errores, de no dejar las
instituciones en manos de “representantes”, sino de permanecer alertas,
críticos, observando, proponiendo, exigiendo y comprometiéndonos.
Nadie debe escandalizarse de los
cambios que han de producirse en el país. Son cambios necesarios si queremos
recuperar nuestra dignidad después de haber pasado por una agonía de ineptos,
corruptos, malos gestores y encumbrados representantes del pueblo. La dignidad
no la regalan, se pelea y se lucha día a día, en cada momento de nuestras vidas
y, cuando nos toman por imbéciles, se conquista en las urnas echando de una vez
por todas a los que nos timaron y redujeron a puro objeto del marketing
electoral.
Hay que recuperar la sonrisa, la
alegría y utilizar el corazón para aquello que mejor sabe hacer: amar,
desterrando odio y enfrentamientos. Hemos de utilizar nuestro pensamiento para
acometer la nueva transformación que necesitamos, sin extremismos ni banderas
enarboladas en la nada, pero siendo firmes en la decisión de que la fiesta de
algunos tiene que terminar y que con la dignidad del pueblo ni se juega ni se
negocia.
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