La llamada transición democrática
tuvo un principio y tiene que tener un final. No se puede estar permanentemente
en “la transición”. Determinar cuándo termina, seguramente, no pondrá de
acuerdo a muchos, pero me atrevería a sugerir con la opción de equivocarme, que
podríamos colocar dicho final en el año 2014.
Dos hechos fundamentales
argumentarían la decisión: por un lado, la celebración de la Marcha por la
Dignidad del 22 de Marzo y, por otro, los resultados electorales del 25 de Mayo
en las elecciones europeas. Si a ello le añadimos el cambio automático de rey y
los peores efectos perversos de una crisis provocada que alientan nuevas
propuestas, podríamos concluir que algo nuevo se avecina.
Durante todo este periodo
transicional, se han puesto en marcha miles de instituciones públicas:
Ayuntamientos, Diputaciones, Comunidades Autónomas, Institutos, fundaciones y
observatorios (no astronómicos). Los partidos políticos han estado enfrascados
en un concepto de la política basado en la representatividad: el partido se
presenta y la gente les vota o no.
Con ese concepto, los partidos
han ido generando una serie de prebendas, corruptelas y, sobre todo,
alejamiento del pueblo, de los problemas reales de la gente, que han provocado
una desafección masiva de la ciudadanía de las propuestas y de los propios
partidos políticos.
Si los partidos han sido los
principales protagonistas del periodo de la transición, han conseguido llegar
al desencanto más profundo de la sociedad, al comprobar que su tarea de
gobernar para el bien común no ha sido realizada y que se han centrado
básicamente en priorizar el partido sobre los ciudadanos.
El hartazgo que han provocado es
mayúsculo y se hace necesario un cambio profundo en la forma de entender la
política, las instituciones, los partidos, la ciudadanía y la gestión de lo
público. Cientos de miles de ciudadanos han dicho basta y han dejado claro que
no se llegará muy lejos con este sistema que responde a intereses ajenos al
pueblo llano.
Nos encontramos absolutamente en
medio de un cambio de ciclo, que va más allá de la transición para colocar en
primer término a la Democracia. Ahora toca Democracia. Entendida como reforma
total de la administración pública, establecimiento de controles que acaben con
la corrupción, una democracia que garantice la independencia del poder
judicial, la defensa de lo público en Salud, Educación y Vivienda, Políticas
económicas contra la pobreza y la exclusión social, Empleo digno y como derecho
fundamental, sostenibilidad del medio ambiente, Igualdad real y total entre
mujeres y hombres, una política humana sobre inmigración, jubilación digna,
solidaridad internacional y justicia universal.
Con las anteriores premisas, es
obvio que el siguiente paso es promover un proceso constituyente que nos dote
de un nuevo marco global, una nueva carta magna que se adapte al siglo XXI y a
nuestra realidad de ahora, no a la de 1978. Y en todo ese proceso van a
participar, de manera estelar, los ciudadanos. Dejar en manos exclusivamente de
los partidos políticos tradicionales y vetustos que marquen dicho proceso,
sería como dejar en manos del zorro la construcción del gallinero. El nuevo
marco constitucional debe ser el de una sociedad libre, avanzada, solidaria y
social, organizada frente a los privilegios de unos pocos para garantizar el
bien de muchos.
Los partidos políticos van a
poner muchísimas trabas a estos cambios profundos a sabiendas de que perderán
bastante poder en el envite. Pero el país necesita de aire fresco, de abrir
puertas y ventanas, de levantar alfombras y quitar todo el polvo posible.
Ese aire fresco no puede ni debe
ser un aire de enfrentamiento, sino de encuentro. Hacer sintonizar las demandas
sociales de la ciudadanía con los instrumentos públicos para provocar esos cambios
tan necesarios. Los que no quieran comprender que este proceso es irreversible
se estarán equivocando. Los que mantengan estructuras partidarias rígidas
basadas en su propia representación para cambiar las cosas estarán cercenando
un profundo cambio que todos necesitamos.
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