Las turbulencias
económicas que estamos viviendo los últimos siete años, han provocado un efecto
perverso que hemos de corregir a la mayor brevedad. Se trata de los enormes
beneficios obtenidos por las empresas multinacionales y grandes empresas de los
estados afectados. A río revuelto, ganancia de pescadores, como diría el
refrán, pero a medida que han crecido los beneficios empresariales de forma
escandalosa, el empleo ha caído, las condiciones laborales han entrado en una
clara pérdida de derechos y de poder adquisitivo, al tiempo que las escasas
estrategias políticas de los gobernantes poco o casi nada pueden hacer para
revertir la situación.
De los siete años de
vacas flacas para la administración de lo político en los gobiernos, ya podemos
deducir que los principales beneficiados del tsunami económico han sido las
medianas y grandes fortunas en manos de muy pocas empresas y personas.
Mientras, la inmensa mayoría de la población enmarcada en las clases media-alta
y media-media, han visto disminuir sensiblemente su capacidad de gasto y
concentración económica, por no hablar de la caída a la pobreza y extrema
pobreza de centenares de miles de familias excluidas del escaso empleo
existente.
Algunos de los
indicadores económicos en los países avanzados, indican que se avecina el ciclo
de los siete años de vacas gordas, ciclo que comenzará a aflorar en 2015 hasta
2021 inclusive, fecha en la que podremos dar por concluida la grave recesión
mundial. Pero en este amplio periodo las grandes fortunas habrán acumulado
catorce años de extraordinarias ganancias, mientras que en los gobiernos
mundiales se habrá puesto en evidencia su inservible audacia, negando la mayor
de las virtudes que se le suponen: preocuparse y ocuparse del bien común. Lo único
que los más avispados han podido hacer, consistió en reducir a la mínima
expresión el peso del lastre económico disminuyendo la indigencia en sus
países, para lo cual ampliaron soberanamente las capas sociales que sufren la
depreciación y devaluación de su poder adquisitivo.
Lo que ha quedado
demostrado es que por la ineptitud de muchos y la capacidad de reinventarse de
otros, el mundo de las grandes empresas sabe hacer su agosto en tiempos
difíciles. Han demostrado que realmente son los que gobiernan el mundo, los que
hacen y deshacen, los que deciden, llevándonos a un enfrentamiento real con las
capacidades de aquellos que nos gobiernan o, mejor dicho, que no nos gobiernan.
Entregar la planificación del futuro de varias generaciones del mundo actual a
los intereses económicos de trust, oligopolios, multinacionales y a los
sistemas financieros privados, supone rendirse y reconocer la evidencia que
veníamos seriamente sospechando: la política ha muerto.
Por eso necesitamos,
más que nunca, políticos de altura que sepan rediseñar nuestro futuro, el de
todos, partiendo de las elementales nociones del bien común y poniendo la
política al servicio de los ciudadanos y no de intereses mezquinos basados en
la codicia.
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