Adentrados ya
en el Siglo XXI, mantenemos unas cifras vergonzosas de hambre en el mundo,
superando los 1.000 millones de personas en pobreza extrema, de los cuales más
de 400 millones están en riesgo de desnutrición severa. Las cifras son de Naciones
Unidas, dentro de su Programa Mundial de Alimentos (PMA) y ponen los pelos de
punta a propios y extraños. Al mismo tiempo, el informe señala una
superproducción de alimentos que está obligando a muchos países a reducir sus
producciones de carne, lácteos, productos agrícolas y manufacturados. Un
sinsentido que nos obliga a repensar estrategias para terminar con el hambre de
nuestros semejantes.
Hemos de
trabajar para conseguir tres comidas al día a toda la población mundial,
aprovechando los excedentes de producción y canalizando esa ayuda alimenticia
de forma correcta y eficaz. Les aseguro que esto no cuesta tanto trabajo, pero
se imponen las políticas de los mercados para los controles de precios a la
solidaridad humana. Al mismo tiempo, se han de poner en marcha propuestas de
desarrollo endógeno que faciliten a las poblaciones más vulnerables un avance
en su extrema situación y garanticen su soberanía alimentaria en el medio
plazo.
En la raíz del
problema del hambre, se encuentra la grave desigualdad social existente, que en
determinados países se acrecienta debido a políticas de ajuste estructural que
hacen recaer sobre la población más indefensa los efectos de un lamentable
crimen programado. Si le sumamos a ello los altísimos niveles de corrupción
política en los gobernantes de esos países, tenemos la tormenta perfecta que
coloca a millones de personas al borde del abismo nutricional.
Para hacer
frente a esa desigualdad, hay que aplicar políticas serias de redistribución de
la riqueza, comenzando por la dedicación del 0’7 % a la Cooperación
Internacional al Desarrollo, objetivo trazado por Naciones Unidas en 1992. Esta
Ayuda al Desarrollo, debe ser controlada y evaluada por los actores más
cercanos a la población meta, contando con las ONG como instrumento social que
garanticen el destino de los fondos.
Al mismo
tiempo, a nivel interno de los países receptores, han de ponerse en marcha
políticas de crecimiento endógeno que cuenten con acciones de protección a la
población más vulnerable y garanticen los servicios públicos básicos de Salud y
Educación. Las ayudas tienen que ser condicionadas al cumplimiento de los
objetivos marcados en los planes de desarrollo que se formulen. No podemos
permitirnos que el dinero para la ayuda se quede por el camino o en los
bolsillos de dirigentes corruptos.
Por último,
sería necesario articular medidas de protección a la infancia desnutrida o en
riesgo de desnutrición, ya que son los más vulnerables de entre los pobres.
Debemos exigir un compromiso firme para terminar con esta vergüenza humana.
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